Viernes 09 de Mayo de 2025
7 de Julio de 2014 - Julian Dominguez

JDP-"Los boxeadores están en vías de extinción"

Julio César Vásquez, el ex campeón mundial que conoció la fama y la gloria, perdió su fortuna, trabaja como empleado público y vive en un PH de Montserrat. A los 47 años da su última pelea por una ley que lo proteja a él y a sus colegas retirados. La vida después del ring

Hubo un tiempo en que Julio César Vásquez llegó a tener un millón de dólares. El Zurdo nunca tuvo tantos amigos como en esos días de fama y gloria como campeón mundial de boxeo. Era una especie de banco ambulante. Con la misma mano izquierda con la que volteaba rivales como si fueran muñecos, prestó dinero a conocidos y extraños.  
“Hasta pagué velorios de gente que no había muerto”. Eso dice ahora, entre risas, como si fuera un chiste. Pero fue real. Un día, un vecino le dijo que su madre había muerto y que no tenía ni para pagar un cajón de manzanas. El Zurdo le puso la plata para que pudiera velarla y enterrarla. Pero poco tiempo después, en un mercado, se cruzó con la muerta, que andaba de compras con un changuito.  
 
–¿Doña, usted no se había muerto? –le preguntó el Zurdo como si le hablara a un fantasma. 
–La boca se te haga a un lado, hijo –le respondió la mujer y siguió husmeando entre las góndolas.
 
Era la década del noventa, la del uno a uno, la de la pizza con champán, la del me cortaron las piernas de un Maradona en el ocaso, la del “Say no more” de Charly García, la de Menem sacándose fotos con Madonna, con los Rolling o subiéndose a una Ferrari. También era la década en la que el Zurdo Vásquez parecía tener el mundo a sus pies: Don King le levantaba la mano en el medio del ring, París admiraba su guapeza y se mostraba digno heredero del legado de Carlos Monzón, santafesino como él. Pero todo se derrumbó: tan rápido como los nocauts que partían de su mano izquierda. Esos latigazos que llegaron a sacar del ring a rivales encumbrados. Porque el Zurdo arremetía furioso como un toro pero golpeaba con la estocada precisa del torero: antes de que sus rivales terminaran de caer, se daba vuelta e iba al rincón neutral, como si supiera que de ese golpe no había retorno.
Después de un debut auspicioso en 1986, la gloria le llegó en 1992, cuando ganó el título vacante mediano junior AMB al noquear al japonés Hitoshi Kamiyama. Defendió con éxito el título en diez oportunidades. Venció a rivales como Javier Castillejo, Aaron “Superman” Davis, el invicto Winky Wright y Tony Marshal antes de perder el cinturón en 1995 ante el legendario Pernell Whitaker. Ese año recuperó el cinturón ante Carl Daniels, a quien noqueó con un zurdazo devastador en una pelea que no lo favorecía en las tarjetas. Ese nocaut en el undécimo round fue elegido el mejor del año por la revista The Ring. En Youtube puede verse el video completo de la pelea, comentada y relatada por japoneses. El festejo del nocaut es apoteótico. Aun hoy genera emoción. En 1996 perdió por nocaut el cinturón frente a Laurent Boudouani. Se retiró en 2008, después de varios intentos fallidos por volver al primer nivel. 
Ahora, el Zurdo camina por las calles de Buenos Aires y no todos lo reconocen. Lo positivo, dice él, es que ya no le piden dinero. “Ni la hora me piden”, bromea. No son pocos los que lo cruzan por la calle y le dicen, con cara de duda:  “¡Sos el ex campeón de boxeo! ¿Sos Coggi, no?”.
Otros lo confunden con el “Roña” Castro e incluso con el “Toro” Marcelo Domínguez, ex campeones mundiales de su generación.
 
–¿Tan gordo estoy? –les pregunta él. A diferencia de otros púgiles que además de perder la gloria perdieron su imagen, el Zurdo está intacto. Pesa 80 kilos, unos cuatro más desde su última pelea (hace cinco años), y confiesa que a veces le dan ganas de volver a pelear aunque tiene 47 años.
 
“Extraño dormir cansado, que te duela todo. Entrenar a la madrugada, a la mañana, a la tarde, que te agarren calambres. Antes no tenía tiempo ni de pensar. Ahora tengo tanto tiempo libre que pienso mucho y no me puedo dormir. El otro día me desvelé a las cuatro de la mañana y me puse a tomar mate. ‘¿Qué hacés?’, me preguntó mi mujer”, relata.
Su mujer es Mónica, con quien vive hace quince años. Es jueza de boxeo. Admira a su marido. Las cámaras mostraron su cara cuando el Zurdo fue noqueado en 2008 por Rubén Acosta, un boxeador marplatense. Era uno de sus últimos regresos, cuando creía que podía volver a acariciar el sueño de ser campeón. Pero una mano que no esperaba, como las que ponía, lo sorprendió en el primer round. Cayó casi en cámara lenta, con un gesto de dolor silencioso. Aunque el golpe lo recibió él, la más herida parecía ser su esposa.
La segunda vida. Vásquez vive en un PH de Montserrat. Cuando abre la puerta se nota su cansancio. Camina con desgano por el largo pasillo de la entrada hasta llegar a la escalera hacia el primer piso. Antes transitaba pasillos parecidos a otro ritmo, no cabizbajo como ahora. Cuando salía a pelear, no paraba de moverse, hasta movía su mandíbula ancha, donde parecía acumularse la fuerza de sus golpes. 
¿Cómo se reinventa un hombre que dejó todo por el boxeo? Es el mayor interrogante que enfrentan los boxeadores. Algunos eligen vivir aferrados a la melancolía, otros creen que sin fama ni dinero no se puede ir a ninguna parte.  Las historias de los boxeadores retirados son parecidas. Sin embargo, la del Zurdo pudo esquivar la vida errante, el triste final en soledad que apagó la leyenda de viejas glorias. 
En su época de campeón, al Zurdo Vásquez lo invitaban a comer salmón a la Costa Azul, pero él quería tomar el primer vuelo para disfrutar del pescado de río de Santa Fe. “A mí siempre me gustaron las cosas simples”, aclara.
Aunque el Zurdo Vásquez ahora no es pobre, no le sobra nada. Tuvo una infancia pobre. El boxeo le hizo ganar millones de dólares. 
 
–¿Es verdad que ganó tres millones?
–Más que eso. El tema es que un promotor me estafó. No voy a decir su nombre, se imaginan quién es. Cuando la bolsa era de 800, me daba 300. Con Whitaker fue de tres millones y sólo me dio 500 mil. 
 
–¿Cómo perdió la plata que ganó?
–En malos negocios, prestándola a quienes nunca me la iban a devolver, en muchas cosas. Pero ya está. Ya pasó.
 
Cuando quiere cambiar de tema, el Zurdo recurre a esas palabras: ya está, ya pasó. Sin quejas ni lamentos. Tampoco le gusta hablar demasiado de sus peleas.   
“No hablo de mí. He visto a boxeadores que la pasan hablando de sí mismos. ‘Cuando yo peleaba, cuando yo era famoso, cuando yo noqueé a fulano de tal’. Eso  a mí no me gusta. Hay otros que tienen fotos suyas. Hay un boxeador ex campeón mundial que empapeló su gimnasio con fotos de su época triunfal”, señala. 
 
Al Zurdo ni siquiera le quedaron los recortes de El Gráfico. La inundación de Santa Fe arrasó con todos sus recuerdos y, de una manera, le impidió alimentar la melancolía de mirarse en el pasado. No lo lamenta. No es de los deportistas que pasan el día contando viejas anécdotas o mirando fotos antiguas. Lo que más extraña de su carrera no es la fama o la popularidad, ni siquiera las bolsas millonarias: “Extraño la rutina de boxeador.” 
Eso dice el Zurdo. Su mujer cuenta que pese a que está retirado, mantiene algunos rituales de su etapa activa, como ir a la farmacia a comprar vendas o crema para los dolores musculares, levantarse al amanecer pero en lugar de salir a hacer footing sale a caminar.  Cuando sale a trotar se pone mucha ropa par transpirar, como cuando boxeaba. Se calza dos pantalones, tres remeras, una campera. 
 
–Si ahora suena el teléfono y un promotor le ofrece un millón para volver a pelear, ¿qué haría?
–Yo peleo. Pero va más allá de la guita. Amo el boxeo. Sigo siendo boxeador. Gracias a Dios la vida siguió. Y sigue. Llegué a lo máximo: ser campeón del mundo. Y dos veces. Con doce defensas. Me preparé para pelear pero no pensé en el día después.Cuando estaba cerca del final de mi carrera, un señor me dijo: “¿Pensaste qué vas a hacer después de la última pelea?”. Me mató esa frase. Me dejó pensando varios días. Creí que mi vida se iba a terminar. Llegó el retiro y no hacía nada de nada. No sabía en qué ocupar el tiempo. Vivía de pensamientos. Extrañaba entrenar día y noche, tener la espalda acalambrada. Extrañaba, y aún extraño, que me duele el trabajo. Los días no se me pasaban más. A veces tiro piñas dormido.
 
–¿Cómo hizo para superar ese vacío? 
–Me salvó conseguir trabajo. Osvaldo Príncipi, un tipo muy generoso, me entrevistó y a los pocos días me contactó Julián Domínguez, jefe de la Cámara de Diputados. Y me dieron trabajo en el depósito de la imprenta del Congreso. Le agradezco a ellos y a Roberto Occhipinti, Gerardo Fantoni y a Angel Testa. Me hacen sentir bien. Laburo toda la mañana. Me mantengo ocupado.
 
–Ese trabajo le cambió la vida –acota Mónica–. Va todos los días caminando. Es más, una vez se levantó y se cambió para ir a trabajar, pero era sábado. Está entusiasmado.
–Me costó irme del boxeo. Extraño boxear pero no me quiero acordar y mucho menos ver peleas mías. Por ahí me preguntan y respondo medio seco. 
 
–Él no derrocha simpatía, pero en el fondo es un tierno –dice Mónica. 
–Lo que está, está, ya pasó –deja en claro el Zurdo, con tono cortante–. Tenía razón el Ringo Bonavena con eso de que la experiencia es un peine que te dan cuando te quedas pelado. Si tuviera la juventud de antes, con el pensamiento de ahora, sería distinto. El futbolista se retira pero puede seguir pateando una pelota. Lo mismo que el tenista. En cambio, el boxeador no puede boxear como pasatiempo. Extraño noquear. Me gustaría saber cómo se noquea con mano limpia.
El que puede decir cómo el Zurdo pega en la actualidad es Mariano Moreno (sí, como el prócer), el dueño de un taller mecánico de San Telmo donde el ex boxeador va a pegarle a la bolsa. A veces hacen guantes y se le escapa una mano, aunque él lo niegue.
“Entrenamos, pero todo tranquilo”, dice el Zurdo. Antes de llegar al taller, se para en la vidriera de una agencia de quiniela. Mira los números de la pizarra de los sorteos vespertinos de la Lotería Nacional y de la Provincia.
“¿Qué número juego?”, pregunta. Tiene la ansiedad de un niño que está por entrar en una juguetería y no se decide a la hora de elegir un juguete. Le pone siete pesos al 44 a la provincia y otros siete a la nacional.
Cuando llega al taller, su partenaire revisa el motor de un cero kilómetro. El Zurdo apoya el bolso en un banquito y se cambia con lentitud. Mueve la mandíbula de un lado a otro, se para, tira manos en el aire, inhala y resopla, el lugar huele a aceite y a nafta. Era cierto: extraña boxear. Al menos ahora puede repetir esos rituales del pasado. 
Ya cambiado, el Zurdo se calza los guantes y se mueve ante una bolsa que cuelga de un riel del techo. Puntea con jab de derecha, luego saca la izquierda, otra vez jab de derecha y gancho de izquierda que suena como un latigazo en el lomo de la bolsa. No está acabado. No hay nada de patético en él, ni de ocaso, aunque no peleé más. 
“El Zurdo es un maestro. Gracias a él aprendí bastante. Me ha noqueado varias veces.  Y eso que se cuida para no lastimar. Pero de las caídas se aprende”, acota Moreno. 
 
Lejos de las luces. Al Zurdo no le interesa la fama. Hace unos años, lo convocaron del programa de Tinelli para un Bailando, pero no quiso saber nada. Tampoco se sentó a la mesa de Mirtha Legrand. Lo mismo con Susana. Mónica le dice que tiene que mostrarse más, al menos por sus seguidores o por los que se preguntan qué es de su vida. 
El Zurdo parece estar en otra. Cuenta chistes. Recurre a un latiguillo antes de contarlos: –Escuchá, escuchá...¿Sabés cómo jugaba mi hermana a las muñecas? Así (dice mientras hace chocar sus muñecas). Tomar un café con leche, era un lujo. Y la pelota de trapo, ni hablar.  Mirá si éramos pobres, que ni trapo para jugar a la pelota teníamos. Como dice la canción: “El dinero no es todo, pero como ayuda…”
“Me dan ternura las cosas que me cuenta, no lo puedo creer”, opina su mujer. El Zurdo sigue con su relato: “Yo no aprendí: estuve allá abajo y estuve allá arriba. Cuando estuve arriba dije que no iba a prestar más. ‘Vengan a pedirme, ¡minga les voy a prestar’. Pero me equivoqué y presté otra vez. Y no la devolvieron. Y los amigos del campeón se fueron cuando dejé de serlo. Escuchá, escuchá... ¿Sabés cuándo  era el  único momento que comía carne? Cuando me mordía la lengua. Escucha, escucha...Si la vaca fuese fiel el toro no tendría cuernos”. 
Mónica se ríe de las ocurrencias de su marido. “Habla tan rápido que no se le entiende nada”, comenta. Él dice: “Los boxeadores estamos locos y por eso decimos cualquier cosa. Soy boxeador y estoy loco, no me crean lo que digo. No, hablando en serio.  Tuve mucha plata: pero no aprendí. La hice mal. Pagué velorios y después terminé encontrándome con el muerto. Me acuerdo que estaba en el sauna casi asfixiado y me faltaba bajar cien gramos. No transpiraba más. Pensaba: “Mirá el sacrificio que estoy haciendo. El que me venga a pedir lo voy a mandar al carajo. No presto más”. Mentira-.Peleaba, ganaba y prestaba. Ya ni tengo ganas de boxearlos”. 
 
–¿Se nace con el golpe de nocaut o puede fabricarse?
El Zurdo pone cara misteriosa, como si estuviera por revelar la fórmula secreta, pero sus palabras contradicen su gesto: “Nacés con eso. La pegada es algo natural. A algunos los saqué fuera del ring de un piñazo. Los nocauts que más duelen son los que van al hígado, te dejan mareado un tiempo”.
 
–¿Antes de sacar la mano sabe que va a ser nocaut?
–¡Qué se yo!
 
El Zurdo pone cara de pícaro. Interviene Mónica: “Se hace el tonto. Él pegaba y antes de que el tipo se cayera giraba al rincón neutral, sabía que no se levantaba. Tenía una seguridad increíble. Volvió a boxear porque extrañaba, no por una necesidad económica. Estuvo mucho tiempo sin hacer nada y lo llamaba algún promotor y le decía: “Mira Zurdo, hay tanta plata. ¿Querés venir a pelear? Ganás barriendo”. Pero le avisaban diez días antes. Con la edad que tenía, porque estaba de vuelta, y tener que pelear con chicos de veintipico que venían entrenando, no era conveniente.  A él no le servía. Arruinaba su récord y al mismo tiempo servía de escalera a sus rivales”.
“Ganarle a estos muchachos para mí era una pelea más y para ellos sumar un nombre en la licencia”, remata Vázquez. 
En la pelea con Siru Acosta, Vásquez fue noqueado a los dos minutos del primer round. Su rival no festejó por el respeto que le tenía. En el vestuario, lo ayudó a desatarse las botitas y le preguntó si estaba bien. Es un gesto que Vásquez no olvida. 
“Coggi comentó la pelea. Y me vio bien, con decir que dijo: ‘Conociendo al Zurdo, esto puede terminar en cualquier momento’. Y terminó en cualquier momento. No lo podía creer. Me ganaba cualquiera. Cuando fui a pelear con Veliz me puse en guardia y él disparaba de acá para allá. Dije: ‘contra la juventud no podés’”. 
 
Los herederos.  “Hoy el boxeo argentino está en la lona. No hay nada. Bueno, destaco al Chino Maidana”, aclara el Zurdo. 
 
–¿Y Maravilla Martínez?
– (Hace una mueca). No me gusta. Habla mucho. 
 
–¿En tu mejor época lo noqueabas?
–¡Sí!
 
–¿Como le pelearías?
–Le salgo a pegar desde el primer segundo. Y si cancherea o baja la guardia, peor para él. No lo dejo pensar, no entro en su juego, le doy unas piñas. Cuando peleó con Chavez Junior  yo sufrí, rogaba que terminara porque le estaba dando una paliza.  
 
Luego, el Zurdo anuncia: “Voy a buscar algo”. No vuelve con el medallas, ni el cinturón de campeón ni los guantes. Trae un cofre y la foto de un perro que posa con el mar de fondo: “Era mi debilidad. Se llamaba Rocco. Acá adentro están las cenizas. Dormía en la cama con nosotros. Lo extraño mucho. Lo llevo a todos lados”.
Mónica dice que no pudo superar esa pérdida. 
Luego de la cena, ofrece pionono de dulce de leche cocinado por él. 
“Está muy seco”, dice ella. “Como yo”, acota él.
“Vos estás crocante, pensar que en una época parecías un jeque, con siete mujeres rodeándote”, remata Mónica.
Por esa época, subía al ring con una bata y una leyenda que decía: “Menem 95”. “Era mi admirador. Me llamaba después de cada pelea. Hasta me invitaba a Olivos, donde quería instalar un  gimnasio de box. El menú, siempre, era pizza con champán”. 
 
–¿Extraña esos tiempos?
–Extraño pelear. Pero pasé momentos inolvidables. Cuando noqueé a Daniels. Más que recuperar el cinturón, quería ganar porque se lo había prometido a mi hermano, que había muerto en un accidente.
 
-¿Qué es peor: la traición o el olvido?
–La traición. 
 
–¿Qué lo olviden no le duele?
–Me duele más que me traicionen. Yo soy derecho como gajo de parra. 
 
El Zurdo toma vino y mira las peleas preliminares como si estuviera en el MGM Grand de Las Vegas. Tira manos, grita, esquiva las piñas que ve por la televisión. “Dejá las pastas, gordito”, dice cuando ve al ex campeón Oscar de la Hoya, hoy promotor, arriba del ring. Vivió así los doce rounds que duró el combate que ganó Mayweather por puntos. 
“Lo del Chino Maidana fue formidable. Para mí ganó los primeros rounds. Si le da la revancha, le gana. Fue un guapo, estuvimos bien representados. Es un alivio, porque el boxeo está muerto”, sostiene.
 
–¿Quién lo mató? 
–Los empresarios, los que tapizaron los autos con la piel de los boxeadores. No saben nada de boxeo. Nunca se pusieron guantes para nada, ni para sacar la basura a la calle. Murió Tito Lectoure, que era honesto y sabía del tema, y se acabó el boxeo. Hasta vi como un día Lectoure le pagó a un boxeador más de lo que correspondía. Eso no lo ves más. No hay boxeadores. Es una especie en vías de extinción.  
 
Luego, el Zurdo llama a su hijo para saludarlo. Vive en Santa Fe y tiene 22 años. “Te quiero mucho”, le dice.  El Zurdo está emocionado. Mónica dice que si él pudiera frotar la lámpara y pedir un deseo, pediría volver a pelear aunque sea una vez más. El ex campeón mundial Uby Sacco decía que el retiro era como decía Rocky: cuando se pierde el ojo de tigre, hay que colgar los guantes.
“Uby, a mi entender, fue el mejor boxeador de la historia. Tenía razón”, opina el Zurdo. 
Mónica asiente con la cabeza y dice: “Julio tenía una fiereza en la mirada. Era pura rabia. Cara de malo. Las últimas peleas descubrí que había perdido esa forma de mirar, eran ojos de melancolía”.
“Ahora tengo carita de bueno”, dice el Zurdo y sonríe. Su mujer lo abraza con ternura. Y lo besa.
 
Fuente: Info News (Caba)

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