POR MARTIN TETAZ* Twitter @martintetaz
Si algo impresiona al circunstancial transeúnte que disfruta del turismo en algún país europeo o en el propio Estados Unidos, es el espectacular parque automotor que circula por las venas de sus grandes ciudades.
No hablemos ya de la alta probabilidad de cruzarse con una Ferrari, o ver un Rolls Royce, sino de la certeza de que el auto más humilde es de los que acá llamamos “de alta gama”.
El asombro se combina con una cuota de indignación cuando el turista se entera de que cualquiera de esos autos puede conseguirse allá con un anticipo de 2.000 dólares y cómodas cuotas de 300 unidades de la moneda norteamericana.
No se comprende muy bien entonces, por qué razón en países que pagan altos salarios en dólares (o euros) a los trabajadores automotrices, logran producirse autos a la mitad de precio que en Argentina, y financiados a un bajísimo interés.
Probablemente sea culpa de la baja productividad que en comparación tienen nuestros trabajadores, o de los altísimos impuestos con que nuestro Gobierno busca “penalizar” la compra de rodados.
Como quiera que sea, lo cierto es que lejos de amedrentarse, los argentinos parecen tener devoción por comprar autos, incluso cuando tengan que pagar fortunas para acceder a ellos, postergando por ejemplo el sueño del acceso a la casa propia.
PATRONES DE CONSUMO
La obsesión en parte se debe a que, como ya notara el brillante economista Raúl Prebisch hace más de 50 años, los habitantes de las naciones subdesarrolladas sistemáticamente buscan copiar los patrones de consumo de los países centrales, fenómeno que se refuerza en el contexto de la actual globalización y que permite explicar el récord de 860.000 cero kilómetro patentados en 2011.
La tendencia por supuesto se refuerza con el crecimiento económico y el paradójico deterioro del sistema de transporte público de pasajeros.
A título ilustrativo, piense el lector que, según un informe reciente de la Corporación Andina de Fomento (CAF), en los últimos 35 años la cantidad de personas transportadas en el área metropolitana del Gran Buenos Aires (AMBA) pasó de 17,4 a 26,3 millones de pasajeros, pero mientras que otrora 15,4% de esos viajes eran efectuados en automóviles particulares, para 2007 ese porcentaje había subido 41,9% y proyectando la tendencia, en 2013 la mitad de los viajes se harán en ese medio de transporte. El colectivo, en cambio, de representar 54,3% de los viajes en los ‘70, pasó a significar tan sólo el 31,3 en el 2007.
Obviamente, buena parte de la explicación del abandono relativo del transporte público por parte de la gente tiene que ver con la pésima calidad y escasa seguridad del servicio.
Aunque puede pensarse que el problema no tiene solución (porque adecuar el transporte público y la infraestructura de calles y autopistas requiere una inversión faraónica), lo cierto es que la economía del comportamiento puede aportar soluciones ingeniosas, efectivas y de bajo presupuesto.
TRANSPORTE Y FELICIDAD
Resulta que Daniel Kahneman, un psicólogo, Premio Nobel de Economía en 2002, ha demostrado que la felicidad depende no de la duración sino de la intensidad de los estímulos.
Además, Amalia Polydoropoulou, de la griega University of the Aegean y colegas, publicaron una investigación donde muestran que la felicidad experimentada y pronosticada es la clave en la elección de modos de transporte.
El publicista Rory Sutherland lo ejemplificó de manera brillante en su última Conferencia TED, cuando explicó que por mucho menos dinero que el que se necesita para modernizar un tren y bajar en 15 minutos la duración de un viaje, podría pagársele a un ejército de top models para que desfilaran por los pasillos de la formación deleitando a los viajeros y mejorando tanto la calidad de la experiencia que probablemente estén dispuestos a pagar extra por el viaje, si el gobierno es capaz de prometerles que durará 15 minutos más y no menos.
Lógicamente es difícil imaginarse a las Dotto Models mostrando su anatomía en una formación del ferrocarril Roca, o amenizando el recorrido del 273, pero es perfectamente posible mejorar de manera sustancial la calidad de los minutos que duran los trayectos, dotando de conectividad Wi Fi a los vagones, de tablets con juegos a los colectivos o simplemente de espejitos en la parte de atrás de los asientos para que las mujeres puedan maquillarse aprovechado así el tiempo del viaje.
A pesar de que se gastan fortunas en subsidios el Estado no logra que la gente deje el auto y elija el micro o el tren. Con mucha menos plata se podría poner en las unidades un plasma con deportes y noticias o auriculares con música a elección del pasajero y lograr así que viajar en transporte público sea una experiencia mucho más satisfactoria que sacar el auto y resignarse a los embotellamientos.
Adicionalmente, es importante cambiar la ecuación que hace que en nuestro país salga comparativamente muchísimo más caro comprar un auto que usarlo, porque entonces quien gastó 100.000 pesos en un cero km quiere usarlo hasta para ir a comprar el diario, con tal de “sacarle el jugo” a su inversión, causando así la congestión.
Es preciso sacar los impuestos que encarecen los rodados y ponerlos en las actividades asociadas al uso de los mismos, como por ejemplo la nafta, los peajes y los estacionamientos, de modo de asegurar que cada vez que alguien quiera sacar el auto se lo piense dos veces.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)
Fuente: El Día
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